jueves, 21 de noviembre de 2013

Un corredor de diez minutos

Sigue, a partir de hoy, las historias de "Un corredor de diez minutos".


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lunes, 18 de noviembre de 2013

Epílogo

Que éste no es un relato épico de personas que una y otra vez son capaces de superar exitosamente las circunstancias más adversas ha resultado más que evidente. Tal vez por eso, ni siquiera en el día de hoy me voy a permitir el lujo de terminar escribiendo que fui a Valencia, corrí y superé con creces mis expectativas más optimistas. Más bien, la maratón de Valencia fue una prolongación realista y exacta de mi estado actual: el de agotamiento físico y psicológico más absoluto. Por eso, terminó con mi abandono en el kilómetro veintidós, sin ganas ni fuerzas para continuar luchando con los dolores musculares y mi propia cabeza.
Pero también sería injusto decir que fui a Valencia para nada. En realidad, el viaje tenía el casi único y exclusivo motivo de volver a reunirme con tres amigos afganos, Alberto, Pascual y Tabu, y sellar una amistad cuyos vínculos se fraguaron bajo el abrasador sol de Herat y la dureza de cinco kilómetros y doscientos metros de hormigón recorridos en infinidad de ocasiones. En ese sentido, la maratón de Valencia fue todo un éxito.
Los días posteriores a mi regreso han sido un mar, a veces en calma, a veces revuelto, de sentimientos y emociones encontradas. Cada noche, entre las cuatro y media y las cinco, he abierto los ojos, y han venido a mi memoria infinidad de recuerdos y momentos que han quedado atrás, pero que aún están latentes en el subconsciente. La felicidad de encontrarme de nuevo entre los míos se ha visto asaltada a ratos por la incómoda sensación de desubicación. Supongo que, con el paso de los días, esa sensación se irá desvaneciendo, pues la rutina lo devora todo, tarde o temprano.
Tal vez por este último motivo, cerrar estas páginas resulta sencillo y difícil al mismo tiempo. Sencillo, por el íntimo deseo de poner un punto y final a la larga aventura afgana; también por el hecho de saber que aunque esto, ahora sí, ha terminado, queda constancia escrita de mucho de lo que allá aconteció, para nostálgicos y futuros rescates.  Difícil, porque las líneas de este Diario de un corredor afgano han llenado muchos huecos, no sólo temporales, y me han supuesto una mayúscula experiencia personal, gracias única y exclusivamente a todo aquel que, en un momento dado, se ha acercado a ellas.
Es por ello que no puedo finalizar sin dar nuevamente las gracias a todos los que me han acompañado a lo largo de estos ciento noventa y cuatro días, o al menos en algún momento de la travesía, que en ocasiones resultó dura y tortuosa pero que en otras, la mayoría, fluyó como el agua entre piedras cubiertas de polvo marrón. Sin ese interés manifiesto, escribir cada palabra, cada línea, cada entrada, habría supuesto un enorme esfuerzo que, gracias a todos, se convirtió en un agradable y satisfactorio ejercicio de introspección diaria.
Ni qué decir tiene que he de particularizar estos agradecimientos en varias personas: aquellas que me dieron los buenos días cada mañana de una forma especial, soportando mis cambiantes estados de ánimo, o me apremiaron de vez en cuando a escribir la entrada del día "porque se tenían que ir a dormir". También a todos los que, de forma asidua o eventualmente, dejaron unas palabras de ánimo al final de una entrada cualquiera. En todos los casos, seguramente no saben lo mucho que me ayudaron en el día a día.
A ellas y a todas las demás que salpicaron mi vida durante este periplo: GRACIAS.
El corredor afgano.


jueves, 14 de noviembre de 2013

Día 193: ¿en qué pienso?

Km recorridos (día/total): 5,2/1710,9         Vueltas dadas al perímetro (día/total): 1/415
Por primera vez en ciento noventa y cuatro días no he sido fiel a este Diario de un corredor afgano. La idea que tenía de escribir en la sala de espera de la terminal o en el avión de regreso se vio desbaratada por mi naturaleza desordenada, que me llevó a meter todo lo que fue posible en mi equipaje de mano. Si hubiese sacado el ordenador de la mochila en algún momento habría sido un espectáculo digno de contemplar: dudo que hubiese habido forma humana de reintegrarlo todo nuevamente a su lugar.
Además, dicho sea de paso, el ambiente en esos momentos, los últimos de verdad con todos los compañeros y amigos, invitaba mucho más a charlas distendidas, abrazos e intercambio de direcciones, teléfonos y demás, que a sentarse delante de la pantalla y aislarse en el contenido de una entrada que bien podría escribir un poco más tarde. También es cierto que si durante la primera noche en España hubiese tenido el portátil a mano cuando me desperté con los ojos como platos a las cuatro y media de la mañana, seguramente me habría lanzado a escribir el resumen de lo que supuso la última ocasión en que, para mis ojos, amaneció en Herat.
Alberto y yo madrugamos para rodar, como habíamos soñado desde hacía meses, nuestros últimos kilómetros en Afganistán. Probablemente por primera vez desde que comenzamos a correr juntos, Alberto no me tuvo que esperar ni un sólo minuto, y me vio salir con la sonrisa pintada en la cara a través del refugio de siempre. Lo único negativo de la jornada es que, a mitad de recorrido, había una patrulla de italianos que nos impidió el paso hacia el sur, por lo que tuvimos que hacer varias idas y venidas en un tramo más reducido. Como si fuésemos a atentar nosotros contra alguien.
No hay mal que por bien no venga, pues gracias a eso pudimos ver aterrizar el avión que nos llevaría de vuelta a casa y Juan, que había salido un poco más tarde, se pudo incorporar a la última carrera en Herat. ¿Qué mejor compañía que él y el Gorra para cerrar nuestro periplo afgano? Luego, lo ya narrado: charlas, emotivas despedidas, impaciencia, nervios y algún que otro personaje en busca de su minuto de gloria, eso sí, a destiempo, después de haber dispuesto para ello de más de ocho horas de vuelo en los que no se movió de su butaca de clase business. No habría estado de más un paseo entre la plebe, después de tantos meses...
Curiosamente o no, incluso en mis primeros sueños en España mi mente me traslada al lugar del que durante tanto tiempo he deseado salir. Acuden a mí las vívidas imágenes de acontecimientos, personas y lugares: los desayunos al sol de los domingos, las carreras con el #peazoteam, las horas de oficina, los capuccinos en el Ciano, las últimas charlas al sol con Kevin, el contenedor que hacía las veces de habitación, los pretendidos saludos militares de Said desde la puerta de su joyería, cuando se afanaba en salir al verme pasar,...
Me preguntan a veces en qué pienso, cuando ni yo mismo lo sé. Sólo me embarga la extraña sensación de que hay una parte de mí que se ha quedado para siempre en Herat, sabiendo que será difícilmente posible que regrese a por ella. Tal vez sea eso lo que me entristece: sé a ciencia cierta que lo vivido forma parte ya del pasado. Un pasado reciente, pero pasado a fin de cuentas.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Día 192: el último día en Herat

Km recorridos (día/total): 5,2/1705,7                                 Vueltas dadas al perímetro (día/total): 1/414
 
El último día completo en Herat no ha sido, ni mucho menos, de descanso. De hecho, me alegro de haber planeado la salida con Alberto a las siete de la mañana, en lugar de dejarla para media mañana, pues la jornada ha sido tan densa en tantos sentidos que a duras penas habríamos encontrado un hueco para salir a rodar, y habría sido a costa de ir más agobiado en todos los trámites que debía cumplimentar antes de mi partida.
 
Eso sí, la carrera de por la mañana ha sido un auténtico disfrute. Alberto y yo hemos pasado tanto tiempo juntos, a ratos de forma divertida, a ratos apoyándonos el uno en el otro cuando las cosas marchaban bien pero las mirábamos desde la perspectiva inadecuada, que a estas alturas apuramos los pocos minutos que nos quedan, emplazados, no obstante a vernos el próximo sábado (se me llena la boca al decirlo) en Valencia, con unos vaqueros y una camiseta en lugar del uniforme de árido.
 
Así, el día ha transcurrido entre despedidas y emotivos abrazos. Hay personas con las que me volveré a encontrar (con algunas de ellas con muchas ganas, después de lo vivido), y personas a las que, probablemente, no volveré a ver jamás. Por ello, el día de hoy ha sido especial y a la vez un tanto triste, pues después de tantos días uno se da cuenta, casi de repente, de que ya no habrá más vasos de té servidos a media mañana por Jabbar en la oficina, ni más masajes de Maya en la zona italiana, ni más bolsas de fruta afgana traída de Herat por Musa o Said.
 
A pesar de que seis meses y medio han dado para muchas cosas, me queda la sensación, por extraño que parezca, de que podría haber aprovechado un poco más el tiempo. Pero luego, cierto es, me doy cuenta de que, después de todo, este más de medio año en Afganistán ha dado para llenar muchas páginas que, aunque no relatan todo lo acontecido, sí me ayudarán a rememorar, más adelante, determinados días en los que ocurrió algo especial: el primer viaje a Qala-i-Nao, las visitas de los niños afganos, Herat, la carrera de San Fermín, las tardes veraniegas de carrera con Alberto, Tabu y Pascual, los encuentros casuales, las orientaciones, los momentos difíciles, las risas, los llantos (que también los hubo),...
 
A día de hoy, puedo decir que la experiencia, además de un ejercicio de paciencia infinita, ha sido realmente positiva. Eso, a pesar del trabajo ininterrumpido de lunes a domingo, mañana y tarde, desde el pasado tres de mayo. Lo mejor de todo es que he conocido a gente estupenda: Mario, Kevin, Asís, Carlos, Antonio, Alberto, Nacho, Max, Manu, Juan, Edu, Rocío, Carmen, David, Jose, Iván, Mar, Pedro, Fructu, Luis, Chema, Juan Carlos, Ricardo, Fran, Mariajo, Toni, Lorenzo, Homayún, Dani, Juanjo, Lele, Umberto, Piero, Sandro, Mónica, Ángel, Cañete, Rafa, Víctor, Tabu, Pascual, Sheryl, Rochelle, Reinaldo, Marifé, Beverly, Rowena,... y un larga lista de nombres con los que podría llenar una página entera, aún después de lo cual seguiría dejándome a muchos.
 
Es muy tarde, y mañana a las seis y media saldré, por última vez aquí, atravesando el refugio que hay en el lateral de mi alojamiento, para encontrarme con Alberto y rodar muy tranquilos antes del viaje. Será un día muy largo y muy especial. Será el día que llevaba esperando desde el diecinueve de marzo, fecha en que supe que, irremisiblemente, pasaría en Herat una larga temporada. Parecía que no llegaría nunca. Qué largo se ha hecho... 
 
 
 

domingo, 10 de noviembre de 2013

Día 191: desactivado

Km recorridos (día/total): 12,6/1700,5                               Vueltas dadas al perímetro (día/total): 3/413
 
Llevaba mucho tiempo deseando que llegase este día que hasta hace bien poco, incomprensiblemente, ni siquiera tenía fecha. Hoy a mediodía, por fin ha cambiado mi status en Herat: ya estoy desactivado. He pasado a la categoría de lo que aquí se denomina "walking dead", en referencia a los caminantes de la famosa serie de televisión, gente sin rumbo y sin ocupación definida, a la espera, en nuestro caso, de un avión que llegará, si todo marcha según lo previsto, en breve.
 
La sensación ha sido bien rara, tal vez porque el día ha comenzado, como de costumbre, con una suave carrera que ha desperezado mis piernas y mi corazón. De nuevo la mañana ha sido fría, nada insoportable e incluso agradable, diría yo. A pesar de que ayer me fui tarde a dormir, antes de las seis tenía los ojos abiertos, así que aproveché para sentarme al borde de la cama y ponerme un poco de calor en el pie derecho antes de salir.
 
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Aún así, todavía he tenido tiempo de rodar un par de kilómetros extra antes de la hora a la que había quedado con Alberto. Luego, inmerso en la vorágine del último día de trabajo, con muchas cosas que hacer y poco tiempo y ganas para ello, casi no me he dado cuenta de que las horas han volado, enredado como estaba en mil detalles que han ocupado mi atención y consumido mis últimas reservas energéticas hasta la tarde.
 
Después de comer he disfrutado de una de las mejores carreras de mi estancia en Afganistán. Durante los últimos días se había organizado para hoy una pequeña quedada de despedida con otros corredores de la base, en su gran mayoría italianos con los que a menudo nos cruzamos en la carretera o camino de un capuccino. En este punto, he de agradecer especialmente a Piero y a un nutrido grupo de corredores italianos su empeño en que esto saliese adelante. También a Lele Spigolón y a todos los que se han animado a compartir conmigo un rato estupendo: Mario, Nacho, Víctor, Juan, Alberto, Pepe, Álvaro, Fran y Walter. Sin duda, ha sido la carrera más amena y divertida de todas las que llevo de aquí.
 
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Son ya mil setecientos kilómetros. Estoy cansado y con la urgente necesidad de un cambio de aires, de un paseo y de un baño en el mar. Mañana comienza mi última jornada en Herat. Parecía, por momentos, que no iba a llegar nunca y, sin embargo, aquí está. Esta tarde, al salir de mi habitación, me he sorprendido sin nada que hacer y he experimentado una extraña sensación. Ya había atardecido y en el cielo había nubes altas. Qué ganas tengo de volver a casa...
 
 

sábado, 9 de noviembre de 2013

Día 190: camino de Herat

Km recorridos (día/total): 5,2/1687,9                                 Vueltas dadas al perímetro (día/total): 1/410
 
El trayecto hasta Herat transcurre por una carretera de dos carriles, flanqueada a ratos por eucaliptos (u otro tipo de árbol que no sabría muy bien determinar). En cuanto desaparece el asfalto la tierra y el polvo lo inundan todo. Cada cruce es un atentado contra los buenos usos de la circulación a motor: los vehículos, grandes y pequeños, de dos, tres y cuatro ruedas, se atraviesan peligrosamente sin orden ni concierto.
 
El número de pasajeros en cada uno de ellos excede por mucho la capacidad máxima permitida. Hay un tipo tumbado sobre un colchón, cargado a su vez sobre un motocarro que se desplaza penosamente. En otra furgoneta que circula con las puertas traseras abiertas viajan diez o doce personas en asientos enfrentados en la parte posterior del vehículo. Por la cuneta caminan dos mujeres, una de las cuales está cubierta por un burka azul de pies a cabeza.
 
Las edificaciones son rudimentarias, aunque en algunas zonas se erigen edificios de tres o cuatro plantas con aparatos de aire acondicionado colocados en la fachada. La carretera atraviesa dos puentes. Por debajo del primero de ellos, en sentido Herat, discurre un río. Algunos coches se hallan metidos en el agua hasta media llanta, mientras sus propietarios se afanan en la limpieza de los mismos. Un perro flaco y de largas patas camina lentamente por el margen de la calzada. Más adelante, un anciano barbudo se sienta en cuclillas sobre el césped que recubre la mediana.
 
Hay un coche detenido en la cuneta, con el capó levantado y su dueño sumergido entre las piezas del bloque motor. La gente va y viene sin orden alguno. En una motocicleta viajan dos hombres. El de atrás está enfundado en un uniforme verde y porta un fusil de asalto soviético AK-47. Levanta la mano en un saludo desganado cuando le sobrepasamos. Se nota que es sábado y hora de comer en Afganistán, pues hay mucho menos tráfico que en otras ocasiones, especialmente al adentrarnos en la ciudad. Me pregunto lo qué debe ser vivir en ella siendo occidental, adónde ir sin poder pasear tranquilamente.
 
Mi último viaje a Herat lo he pasado mirando por la ventanilla del todoterreno, mi contemplación interrumpida periódicamente por los intercomunicadores. Hacía calor, y el chaleco antifragmentación impedía que me sintiese cómodo. El pañuelo palestino amarillo y negro caía sobre la manga derecha del uniforme, por el lado de la ventanilla.
 
Después de seis meses y medio de vivir en un oasis en medio de este desierto, uno se da cuenta de que fuera hay vida. Una vida difícil, pero vida a fin de cuentas, con niños que van a la escuela, comercios, puestos callejeros y gente que pasea, que se mueve, que siente debajo del burka, del sol abrasador, del cielo estrellado.
 
Ignoro si algún día esta ciudad estará libre de amenazas, si se podrá pasear libremente y sin miedo. No sé si algún día alguien pavimentará los márgenes de la calzada, si la circulación será menos caótica, si se podrá adentrar uno en ese caos sin temor, dejando atrás la tranquilidad relativa. Ni siquiera sé si, por entonces, seguirá existiendo este oasis, tal y como hoy lo conozco. Me da la impresión de que se cierra para siempre un capítulo de mi vida, sin opción a una nueva y rápida lectura. Y me da pena.
 
 
 

viernes, 8 de noviembre de 2013

Día 189: que me quiten lo bailao

Km recorridos (día/total): 10,4/1682,7                               Vueltas dadas al perímetro (día/total): 2/409
 
Cuando comencé a escribir este Diario de un corredor afgano me preguntaba si sería capaz de escribir cada día sobre algo distinto, en un sitio donde cada día es igual al anterior, o al menos muy parecido. Lo cierto es que esta última afirmación es revisable Las jornadas son muy parecidas unas a otras: despertador, carrera, desayuno, oficina, carrera (ahora que se está bien al sol de mediodía), comida, descanso, oficina, algo de deporte, cena, internet, un par de capítulos de algún libro, y a dormir.
 
Sin embargo, me atrevería a decir que en muchos aspectos cada día de misión ha sido diferente al anterior, lo que ha posibilitado que esto esté llegando a su fin manteniendo el propósito inicial de no caer en la monotonía diaria. Sinceramente, no sé si he conseguido siempre esto último: me temo que, si revisase todas las entradas publicadas a día de hoy, me encontraría con que muchas son muy similares entre sí, aún a pesar de mis intentos.
 
Pero por otro lado, también es cierto que mi día a día se ha visto jalonado de pequeños acontecimientos que han convertido cada jornada en algo único y especial, distinto a la anterior: una conversación, una carrera en una u otra compañía, un evento, un estado de ánimo,... En ese sentido, creo que lo que cuento en este diario ha reflejado mi día a día de una forma veraz y sincera.
 
Por encima de todo, me alegro de haber dedicado un tiempo diario a escribir, pues a buen seguro los días transcurridos habrían caido en el olvido al cabo del tiempo, como recuerdos sin fecha concreta entremezclados en mi mente, arrinconándose cada vez en un espacio más reducido hasta su completa aniquilación. También escribir ha supuesto para mí una íntima terapia de introspección con la que dar salida a un montón de emociones, inquietudes y miedos que me asaltaban día sí, día también. Por último, ir anotando mis evoluciones deportivas ha servido de entretenimiento en más de una ocasión en la que me he entregado a sumas, restas y proyecciones de kilómetros y vueltas.
 
Esta mañana hacía, al igual que esta tarde, muchísimo frío. El cielo ha estado permanentemente despejado, lo cual, aparte de resultar un espectáculo para los sentidos cuando ha oscurecido, ha provocado un brusco descenso de las temperaturas nocturnas. Por la mañana nos costó arrancar tanto a Alberto como a mí (nos hemos quedado solos en nuestras salidas matinales, después de la partida de Pascual). Luego, a mediodía, la calidez invitaba a ritmos más vivos y a que el grupo fuese más numeroso: hoy volvieron a repetir con nosotros Juan, Víctor y Rober. En ese sentido, la carrera resulta mucho más amena.
 
No quiero aventurarme a hablar sobre mi estado físico actual, pues temo confundirlo con mi estado de cansancio mental. No obstante, las sensaciones de cara a la maratón de la semana próxima no son las que cualquier atleta desearía. Eso, unido al hecho de enfrentarme a una distancia nueva para mí, hace aflorar una retaíla de dudas al respecto de mis prestaciones para entonces.
 
En cualquier caso, estar en la línea de salida y posteriormente cruzar la de meta será un éxito, independientemente del resultado final. Eso, junto al hecho de reencontrarme nuevamente con el #peazoteam, hace que merezca la pena el intento, incluso si los resultados no son los esperados. Cualquiera que haya pasado por aquí sabrá a lo que me refiero. Cualquiera que haya leído este diario, seguramente también.
 
Acabo de hacer cuentas, y me sale una media de 8,85 kilómetros diarios desde el tres de mayo hasta hoy, que se convierten en 10,7 kilómetros diarios de promedio durante los últimos ciento treinta días. En pleno verano afgano. Después de esto, ¿de verdad importa que el día diecisiete logre (o no) imponerme al cronómetro? Que me quiten lo bailao. O más bien, lo recorrío.