lunes, 18 de noviembre de 2013

Epílogo

Que éste no es un relato épico de personas que una y otra vez son capaces de superar exitosamente las circunstancias más adversas ha resultado más que evidente. Tal vez por eso, ni siquiera en el día de hoy me voy a permitir el lujo de terminar escribiendo que fui a Valencia, corrí y superé con creces mis expectativas más optimistas. Más bien, la maratón de Valencia fue una prolongación realista y exacta de mi estado actual: el de agotamiento físico y psicológico más absoluto. Por eso, terminó con mi abandono en el kilómetro veintidós, sin ganas ni fuerzas para continuar luchando con los dolores musculares y mi propia cabeza.
Pero también sería injusto decir que fui a Valencia para nada. En realidad, el viaje tenía el casi único y exclusivo motivo de volver a reunirme con tres amigos afganos, Alberto, Pascual y Tabu, y sellar una amistad cuyos vínculos se fraguaron bajo el abrasador sol de Herat y la dureza de cinco kilómetros y doscientos metros de hormigón recorridos en infinidad de ocasiones. En ese sentido, la maratón de Valencia fue todo un éxito.
Los días posteriores a mi regreso han sido un mar, a veces en calma, a veces revuelto, de sentimientos y emociones encontradas. Cada noche, entre las cuatro y media y las cinco, he abierto los ojos, y han venido a mi memoria infinidad de recuerdos y momentos que han quedado atrás, pero que aún están latentes en el subconsciente. La felicidad de encontrarme de nuevo entre los míos se ha visto asaltada a ratos por la incómoda sensación de desubicación. Supongo que, con el paso de los días, esa sensación se irá desvaneciendo, pues la rutina lo devora todo, tarde o temprano.
Tal vez por este último motivo, cerrar estas páginas resulta sencillo y difícil al mismo tiempo. Sencillo, por el íntimo deseo de poner un punto y final a la larga aventura afgana; también por el hecho de saber que aunque esto, ahora sí, ha terminado, queda constancia escrita de mucho de lo que allá aconteció, para nostálgicos y futuros rescates.  Difícil, porque las líneas de este Diario de un corredor afgano han llenado muchos huecos, no sólo temporales, y me han supuesto una mayúscula experiencia personal, gracias única y exclusivamente a todo aquel que, en un momento dado, se ha acercado a ellas.
Es por ello que no puedo finalizar sin dar nuevamente las gracias a todos los que me han acompañado a lo largo de estos ciento noventa y cuatro días, o al menos en algún momento de la travesía, que en ocasiones resultó dura y tortuosa pero que en otras, la mayoría, fluyó como el agua entre piedras cubiertas de polvo marrón. Sin ese interés manifiesto, escribir cada palabra, cada línea, cada entrada, habría supuesto un enorme esfuerzo que, gracias a todos, se convirtió en un agradable y satisfactorio ejercicio de introspección diaria.
Ni qué decir tiene que he de particularizar estos agradecimientos en varias personas: aquellas que me dieron los buenos días cada mañana de una forma especial, soportando mis cambiantes estados de ánimo, o me apremiaron de vez en cuando a escribir la entrada del día "porque se tenían que ir a dormir". También a todos los que, de forma asidua o eventualmente, dejaron unas palabras de ánimo al final de una entrada cualquiera. En todos los casos, seguramente no saben lo mucho que me ayudaron en el día a día.
A ellas y a todas las demás que salpicaron mi vida durante este periplo: GRACIAS.
El corredor afgano.


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