sábado, 9 de noviembre de 2013

Día 190: camino de Herat

Km recorridos (día/total): 5,2/1687,9                                 Vueltas dadas al perímetro (día/total): 1/410
 
El trayecto hasta Herat transcurre por una carretera de dos carriles, flanqueada a ratos por eucaliptos (u otro tipo de árbol que no sabría muy bien determinar). En cuanto desaparece el asfalto la tierra y el polvo lo inundan todo. Cada cruce es un atentado contra los buenos usos de la circulación a motor: los vehículos, grandes y pequeños, de dos, tres y cuatro ruedas, se atraviesan peligrosamente sin orden ni concierto.
 
El número de pasajeros en cada uno de ellos excede por mucho la capacidad máxima permitida. Hay un tipo tumbado sobre un colchón, cargado a su vez sobre un motocarro que se desplaza penosamente. En otra furgoneta que circula con las puertas traseras abiertas viajan diez o doce personas en asientos enfrentados en la parte posterior del vehículo. Por la cuneta caminan dos mujeres, una de las cuales está cubierta por un burka azul de pies a cabeza.
 
Las edificaciones son rudimentarias, aunque en algunas zonas se erigen edificios de tres o cuatro plantas con aparatos de aire acondicionado colocados en la fachada. La carretera atraviesa dos puentes. Por debajo del primero de ellos, en sentido Herat, discurre un río. Algunos coches se hallan metidos en el agua hasta media llanta, mientras sus propietarios se afanan en la limpieza de los mismos. Un perro flaco y de largas patas camina lentamente por el margen de la calzada. Más adelante, un anciano barbudo se sienta en cuclillas sobre el césped que recubre la mediana.
 
Hay un coche detenido en la cuneta, con el capó levantado y su dueño sumergido entre las piezas del bloque motor. La gente va y viene sin orden alguno. En una motocicleta viajan dos hombres. El de atrás está enfundado en un uniforme verde y porta un fusil de asalto soviético AK-47. Levanta la mano en un saludo desganado cuando le sobrepasamos. Se nota que es sábado y hora de comer en Afganistán, pues hay mucho menos tráfico que en otras ocasiones, especialmente al adentrarnos en la ciudad. Me pregunto lo qué debe ser vivir en ella siendo occidental, adónde ir sin poder pasear tranquilamente.
 
Mi último viaje a Herat lo he pasado mirando por la ventanilla del todoterreno, mi contemplación interrumpida periódicamente por los intercomunicadores. Hacía calor, y el chaleco antifragmentación impedía que me sintiese cómodo. El pañuelo palestino amarillo y negro caía sobre la manga derecha del uniforme, por el lado de la ventanilla.
 
Después de seis meses y medio de vivir en un oasis en medio de este desierto, uno se da cuenta de que fuera hay vida. Una vida difícil, pero vida a fin de cuentas, con niños que van a la escuela, comercios, puestos callejeros y gente que pasea, que se mueve, que siente debajo del burka, del sol abrasador, del cielo estrellado.
 
Ignoro si algún día esta ciudad estará libre de amenazas, si se podrá pasear libremente y sin miedo. No sé si algún día alguien pavimentará los márgenes de la calzada, si la circulación será menos caótica, si se podrá adentrar uno en ese caos sin temor, dejando atrás la tranquilidad relativa. Ni siquiera sé si, por entonces, seguirá existiendo este oasis, tal y como hoy lo conozco. Me da la impresión de que se cierra para siempre un capítulo de mi vida, sin opción a una nueva y rápida lectura. Y me da pena.
 
 
 

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