lunes, 2 de septiembre de 2013

Día 122: corriendo en manada

Km recorridos (día/total): 19,2/959,8                                Vueltas dadas al perímetro (día/total): 4/269
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¡Nunca más la guerra!¡Nunca más la guerra!". (Papa Francisco)
 
Los días son cada vez más cortos en Herat. Hace apenas un par de meses, el sol salía a las cinco de la mañana y no se ponía hasta casi las ocho de la tarde. Ahora apenas hay que madrugar para ver el amanecer, y antes de las siete el horizonte despide los últimos rayos de luz antes de dar paso a una noche negra y oscura y a un cielo increíblemente plagado de estrellas.
 
Como ayer a eso de las diez y media estaba ya dormido hoy, muy temprano, cuando aún no había claridad, he abierto los ojos por primera vez. Aún faltaba un buen rato para mi cita con Alberto y el asfalto afgano. Esta tarde pensaba que quizás la próxima vez me vaya a ver amanecer mientras corro. Ya me lo decía Manu al principio, hace ya una eternidad: un día de estos no habrá que madrugar mucho para ver la salida del sol. Cada día será un poco más fácil sorprenderlo en su cuna.
 
Las mañanas son un collage de corredores y caminantes desperezándose. Siempre las mismas caras: Remo, un simpatiquísimo alpino, con camiseta y mallas negras y un trote muy suave: Fructu, caminando por la zona sin asfaltar de la chicane (un par de curvas seguidas de camino hacia la puerta sur); algún que otro grupo de italianos, marchando a buen ritmo, ocupando medio carril; tipos serios, de barba canosa y camiseta verde de algodón enchufados al mp3; corredores dispersos, ocultos tras gafas de sol e indumentaria color árido...
 
Así, Alberto y yo hemos disfrutado de unos estupendos nueve kilómetros y medio, desengrasando las piernas doloridas del fin de semana, desentumeciendo tendones y músculos después de la noche, respirando las primeras brisas diurnas y compartiendo unos momentos únicos e irrepetibles, aún en silencio, pues ambos somos de pocas palabras a primera hora. Tampoco nos hace falta hablar mucho: sentir el aliento del otro medio metro a izquierda o derecha es señal de compañía más que suficiente para aliviar la soledad del corredor de fondo.
 
Esta tarde hemos repetido sesión. Por el camino se han ido uniendo los demás elementos de nuestra grupeta de carrera: al principio lo ha hecho Pepe Soria, que salía a nuestro encuentro un poco más tarde de lo habitual; posteriormente, tras nuestra segunda pausa, lo hacían Pascual y Tabu, de tal forma que el recorrido norte-sur ha sido devorado por una manada de cinco corredores a un ritmo lo suficientemente elevado como para ir engullendo a toda una marea, por la tarde sí, de atletas vespertinos. Me habría encantado encontrar la forma de inmortalizar el momento. Otro día lo describiré con todo lujo de detalles, lo aseguro.
 
Resulta que antes del entrenamiento, al abrir una edición digital de un periódico, he encontrado la frase que acompaña la entrada de hoy. Desde el primer momento me ha impactado, por qué no decirlo. Es evidente que la situación actual en muchos países es sobrecogedora. La estupidez y la falta de humanidad del hombre no tienen límites.
 
Mientras, asistimos al frívolo discurso de unos cuantos que gestionan cifras, que valoran intervenciones, que las rechazan, que hacen cuentas de lo que es o no rentable, que alinean aviones, misiles, proyectiles, tropas,... Y lo hacen como si en ese discurso se dejase entrever algún ápice de verdadero interés por el drama humano que supone una guerra, que implica la muerte temprana y violenta, que genera terror y sufrimiento más allá de los límites imaginables.
 
Por eso, estando donde estoy, cobra aún más sentido ese grito tan desesperado:
 
¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más la guerra!
 
Porque la guerra es un drama eterno.
 
Porque no hay ni una pizca de romanticismo en ese drama.

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