viernes, 16 de agosto de 2013

Día 104: pequeñas treguas

Km recorridos (día/total):  16/730,6                                       Vueltas dadas al perímetro (día/total): 3/226

Cuando a las seis de la mañana he salido de mi alojamiento, hoy sin gafas de sol a pesar de la cara de sueño que llevaba (Nacho dice que no he parado de roncar en toda la noche), y he visto que Alberto se había animado también a correr a esa hora, he sentido una inmensa felicidad. Lo digo sinceramente: después de tantas mañanas de salir a entrenar solo, tener desde hace ya varias semanas a un compañero de carreras tan fiel y puntual como él me saca de la cama con mucho más entusiasmo del que hasta ahora era habitual. Podría afirmar, sin exagerar, que gracias a Alberto mi vida en Afganistán es ahora mucho mejor de lo que era.

Y eso que hoy traía mala cara. Como me ha contado luego, se ha pasado la noche en tránsito al baño, aquejado de una gastroenteritis aguda, de esas que le dan aquí a la gente bastante a menudo, y de las que yo, de momento y por suerte, me voy escapando, pasados ya tres meses y medio.

El caso es que hemos rodado nuestros cinco kilómetros y pico, charlando de lo divino y de lo humano. Luego yo me he ido a trabajar y él se ha ido la carrera italiana, a pesar del mal cuerpo que llevaba, y aún así… ¡ha quedado tercero! Y bien podía haber sido un segundo puesto, por tres segunditos. Lo de Alberto tiene muchísimo mérito. Como él dice, no sabe hacer otra cosa más que vaciarse y entregarse al máximo cuando corre. A ver si algún día puedo parecerme a él…

Mi día, por lo demás, ha sido muy relajado, al menos en comparación con el resto de la semana, y especialmente a partir de media mañana. Después de comer, el cuerpo me pedía a gritos una siesta. He dormido profunda y plácidamente, aunque cuando me he levantado me he dado cuenta de lo cansado que estaba. Mi carrera de por la tarde no ha hecho sino constatar esto último: de lo mucho que pensaba hacer, al final me he quedado en un poco menos, y con unas sensaciones en absoluto parecidas a las de los días anteriores. Las piernas no me iban, y aunque recuperaba bien, el pulso apenas me subía, claro indicador de que mi cuerpo no estaba en disposición de dar más de sí.

Así que he decidido, después de luchar un rato contra el viento y contra los sentidos, hacer caso a mi instinto y dejar la sesión en un punto en el que aún mi ánimo no se había visto afectado. Parece que no, pero después de cuatro días yendo de un lado para otro, sin apenas sentarme más que para comer y siempre pendiente de mil y un detalles, y de una mañana plantado de pie a pleno sol durante más de cinco horas, con el zumbido de helicópteros y otras aeronaves martilleándome el cerebro sin piedad, hay que darse una pequeña tregua y saber reconocer que uno necesita, de vez en cuando, levantar el pie.

Hoy he leído una frase de Paulo Coelho que me ha encantado, y que en todos los sentidos es aplicable a lo que llevo haciendo desde hace más de veintiún meses, y de una forma más intensa, si cabe, desde que llegué a Afganistán. Decía algo así como que no hay una buena razón como para no hacer cada día lo que a uno le gusta. Por suerte, puedo suscribir esta afirmación: efectivamente, al menos en mi caso, no hay una buena razón como para no correr cada día un rato.

Aún con estas pequeñas treguas.

Cada día.

Sin descanso.

Porque es lo que me gusta.

Y lo que me mantiene vivo.

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